Hace algunos días me encontré frente a la PC. Finalmente, estaba dispuesta a enfrentarme a la pantalla vacía, la página en blanco del documento Word. Veía las teclas que esperaban ansiosas ser presionadas. Mis dedos fríos y solitarios se suspendían frente al teclado mientras mi cerebro intentaba producir una idea. Los segundos pasaban lentos, moderados, indolentes, como si mi esterilidad intelectual les causara gracia. Recordaba las palabras del profesor de la Escuela de Historia “No escribas usando el lenguaje de género. Eso es poco académico”, “yo entiendo el feminismo y estoy de acuerdo, pero debes entender que estamos en la universidad y ese tipo de discurso que tienden a usar ustedes las mujeres hace que sus escritos carezcan de formalidad”. Ante este mal recuerdo y la poca creatividad discursiva que me embargaba, opté por revisar la web y prender un cigarro con la esperanza de que el humo que llegaba a mis pulmones hiciera la sinapsis necesaria para que se produjera aunque sea una, una efímera idea. Pensé en Sathya, tenía razón cuando nos dijo: “las mujeres no estamos escribiendo”. No es la primera vez que me pasa esto, hace poco estaba igual, citando aquí, leyendo allá, punto y coma, y coma y punto, de verdad he intentado eso miles de veces, he intentado escribir, llevo dos años intentándolo, y aún me sigue torturando la hoja en blanco de la pantalla. Terminé el cigarro, me paré de la silla y revisé a la Pichu –tenía que cerciorarme de que seguía dormida–, prendí el televisor sin mirar a la pantalla, solo escuche: “las colas son sabrosas”, reí de la ironía trasmitida por el mago de la cara de vidrio, casi inmediatamente respondí: “Señora, intente hacer la tesis después de una cola de 5 horas con la pepa e’ sol quemándote la cabeza y con la puta migraña que seguro te dará”. Pensé: “Quisiera poder sentarme a escribir sin pensar en el Clap, en la cola de mañana, en el dinero de la semana”. No es nada fácil sentarse a escribir cuando pareciera que tuvieras todo en contra: el tiempo, la economía, la política, hasta las emociones. Y de repente se produjo el milagro, la señal eléctrica de mis células cerebrales, la idea: ¿cómo dedicarnos a la actividad “intelectual”? ¿Cómo dedicarnos a producir 2 o 3 cuartillas de algún escrito si no nos queda tiempo con las jornadas diarias escuela, universidad, trabajo, crianza y encima debemos sortear con la vida política del país? “Mujeres a la lucha”, “mujeres en contra del Imperio”, “mujeres en contra de la guerra económica”, “mujeres defendiendo la Patria”… Mujeres de aquí para allá, rostros cansados por la ignominia del voraz sistema capitalista. Y así fue como en la corteza cingulada anterior mis ondas cerebrales entraron en acción: la imposición de parir ante el derecho a escribir.
Habla la cultura del macho hegemónico
La escritura como base material del pensamiento es tan importante para la humanidad que sin ella no se concibe la historia. Se habla de historia, generalmente, cuando se asocia a la aparición de la escritura como registro de la existencia de la vida del hombre, y digo del hombre porque la mujer ha sido invisibilizada. La escritura viene a ser un espacio privilegiado para los hombres dentro del cual la mujer ha sido excluida, las producciones escritas como los clásicos literarios, libros de política, economía, tratados, leyes, entre otros, se vinculan a los hombres y en una menor medida a las mujeres.
No se trata de negar el hecho de que hay mujeres que escriben y publican. Sin embargo, si indagamos un poco, podemos constatar que las publicaciones masculinas rondan alrededor del 80%, es decir, que solo el 20% de la producción escrita se les atribuye a las mujeres. Esta realidad refleja innegablemente que la escritura es un espacio masculinizado.
Esta diferencia tan abismal tiene su origen en la supuesta “inferioridad” intelectual de las mujeres. “La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades”, decía Aristóteles, mientras Nietzsche afirmaba: “Cuando una mujer tiene inclinaciones doctas, de ordinario hay algo en su sexualidad que no marcha bien”. Nuestra condición de mujer “limita” nuestras capacidades para pensar, según dicta la concepción androcéntrica que coloca al hombre como el centro del universo y a la mujer como un ser subyugada a él. Así, pues, el capital simbólico que se asocia al hombre le da mayor valor y reconocimiento social y, por ende, las actividades que él realiza son tildadas de “honorables y virtuosas”, otorgándole poder y autoridad sobre su compañera.
Esta supuesta desigualdad intelectual y cultural entre hombres y mujeres parte de un hecho biológico: al ser nosotras reproductoras de vida, “paridoras de la especie humana”, se nos asignan los roles de cuidado y crianza, lo que Beauvoir denomina “esclavización del organismo a la función reproductora” (1949: 14), mientras que el hombre tiene la libertad de dedicarse a tareas de creación y producción de pensamiento, lo que lo convierte en el garante de la cultura de la humanidad.
Los hombres, al identificarse a sí mismos con la cultura, siempre buscan subsumir y controlar la naturaleza. Sus características físicas van a permitirle la libertad para dedicarse a tareas de orden cultural, mientras que los roles que nosotras las mujeres nos vemos obligadas a cumplir tienen un estigma social inferior.En palabras de Ortner Sherry:
El cuerpo de la mujer parece condenarla a la mera reproducción de la vida; el macho, por el contrario, al carecer de funciones naturales creativas, debe (o tiene la posibilidad de) afirmar su creatividad de modo exterior, «artificialmente», a través del medio formado por la tecnología y los símbolos. Y, al hacerlo, crea objetos relativamente duraderos, eternos y trascendentes, mientras que la mujer sólo crea algo perecedero, seres humanos (1979: 119).
Esta visión se ve reforzada por la propia mujer que ha sido educada para afirmar y afianzar esa desvalorización, adoptando el punto de vista de la cultura hegemónica, la del macho dominante. A la mujer no se le desconoce su conciencia, su participación en la sociedad y su capacidad creadora, por el contrario, dicha capacidad creadora se ve teñida de la discriminación hacia esta por su proximidad a la naturaleza y, por tanto, esa dualidad cultural entre ambos es ganada por el varón al considerar su producción como creación de la cultura, mientras la mujer como creadora de vida y reproductora de la cultura masculina (en la crianza), lo que la hace jugar un papel intermedio entre el hombre y la naturaleza.
La mujer se ve constreñida en el espacio de lo doméstico (en lo privado), su participación en espacios públicos asociados a actividades vinculadas con la producción cultural como la escritura (producción de pensamiento) no es del todo bien recibida. La mujer que logra transgredir estas limitantes y se apropia de la escritura termina siendo juzgada al desafiar los ideales del orden masculino e ir en contra de lo que se desea de ella.
Aunque parezca contradictorio, las mujeres solo logran ser reconocidas cuando trascienden las fronteras del espacio doméstico, es la única forma de que obtenga poder e importancia fuera de su ámbito, pero continuará siendo una transgresora. Esta es la realidad de muchas mujeres cuyas vidas fueron expuestas por su condición de escritoras: Jane Austen, Emili Bronte, George Eliot, entre muchas otras. Estas mujeres desafiaron los cánones preestablecidos para ellas (casarse y tener una familia). La mujer escritora terminaba siendo desprestigiada y a menudo se veía obligada a usar seudónimos masculinos para que su obra fuera aceptada por el público, preponderantemente masculino también. Esto no sucedió con Baudelaire, Cervantes o Gauthier. Al decir de Bourdieu:
El mundo social funciona (según unos grados diferentes de acuerdo con los ámbitos) como un mercado de los bienes simbólicos dominado por la visión masculina. Ser, cuando se trata de las mujeres, es, como ya se ha visto, ser percibido, y percibido por la mirada masculina o por una mirada habitada por las categorías masculinas, aquellas que se ponen en práctica, sin necesidad de enunciarlas explícitamente, cuando se elogia una obra de mujer porque es “femenina” o, al contrario, “en absoluto femenina”. Ser “femenina” equivale esencialmente a evitar todas las propiedades y las prácticas que pueden funcionar como unos signos de virilidad, y decir de una mujer poderosa que es muy “femenina” sólo es una manera sutil de negarle el derecho a ese atributo claramente masculino que es el poder (2013: 72)
De la misma manera, las mujeres nos vemos sujetas a una visión social estigmatizada de la escritura, pues nuestras producciones escritas se enmarcan o subordinan a categorías tales como: “Literatura femenina” o “para mujeres”. Si las mujeres escriben de política, filosofía o economía (temas monopolizados por el hombre) chocan con el mundo académico, con el canon impuesto. La mujer no tiene permitidas esas libertades de pensamiento y abstracción, la mujer no puede poner en duda o teorizar sobre dichos contenidos, porque estaría confrontando la autoridad masculina. Caso opuesto si escribimos sobre maternidad, aborto, el cuerpo, la sexualidad, etc. A las mujeres se nos tilda de “emocionales” y “superfluas”, porque escribir como y sobre mujeres también está marginalizado ante la mirada academicista y cientificista de la sociedad patriarcal. Tal y como lo dice Alba Carosio: “El androcentrismo impregnó todo el pensamiento científico, filosófico, religioso y político desde hace milenios, y organizó la institucionalidad del conocimiento como parte del poder patriarcal. (…) El androcentrismo legitima la falocracia académica (y social)” (2009: 1-2).
De las jornadas de las mujeres y la escritura
A las mujeres se nos dificulta escribir cuando debemos cumplir con las “exigencias propias de nuestro sexo”, tales exigencias no son otras que la crianza y el cuido de los hijos e hijas, del esposo, de la familia, cumplir con las labores domésticas, a lo que se le suma el trabajo remunerado y las labores de militancia que en el mundo actual también forman parte de las jornadas de las mujeres: la triple jornada. Dichas labores inevitablemente subyugan el trabajo intelectual y cercenan la capacidad creadora, por el agotamiento físico al que nos vemos sometidas las mujeres día tras día.
¿Qué necesitan las mujeres para escribir? Viene a resonar con tanta vigencia las palabras de Virginia Woolf en aquella conferencia donde exponía que las mujeres para escribir necesitan: una habitación propia, independencia económica y 500 libras al año. Parece contradictorio que casi un siglo después estas palabras expresen una necesidad aun adeudada a las mujeres. Tenía razón Virginia, las mujeres necesitamos tiempo y dinero: tiempo para desahogar en el papel todas las ideas que tenemos y dinero para no preocuparnos por la comida, las deudas, el colegio, etc. Lastimosamente, el tiempo, esa cosa inerte que transcurre sigiloso ante nuestros ojos es trabajo, ya nos lo dijo Marx. El problema acá radica en que el trabajo para las mujeres se torna mucho más pesado (en la mayoría de los casos) que para los hombres, precisamente, por la designación de roles que el sistema patriarcal impone a ambos sexos. Este hecho se ve transversalizado por la condición de clase: la mujer burguesa tiene el tiempo y el espacio para dedicarse a escribir y lograr crear en dos horas una conferencia magistral sobre las conquistas de las mujeres. Realidad muy distante de nosotras las proletarias cuyo ritmo de vida vemos afectado por todas las tareas que debemos realizar.
Hoy que está à la mode tener a Hilary Clinton como referente feminista, me pregunto: ¿acaso Hilary tuvo que trabajar más de 12 horas diarias para pagarse la colegiatura en Yale? No lo creo, el negocio textil de su familia le permitió, sin duda, poder sacar una carrera y abrirse camino en el mundo de la política. Caso contrario el de las mujeres pobres. La pertenencia de clase también nos hace situarnos en un nivel de opresión muy por debajo que el de la mujer burguesa: “las mujeres integramos las diferentes clases sociales en pugna, por lo tanto, no constituimos una clase diferenciable, sino un grupo interclasista” (D’Atri: 2004, 17). Esto no quiere decir que nuestra antagónica de clases (la mujer burguesa) no sufra en sí misma los oprobios del sistema patriarcal. En palabras de Beauvoir:
…el dominio cultural es el más asequible para las mujeres que tratan de afirmarse. Ninguna, empero, ha llegado a las cimas de un Dante o un Shakespeare; este hecho se explica por la mediocridad general de su condición. La cultura no ha sido jamás sino patrimonio de una elite femenina, no de la masa; y es de la masa de donde han surgido con frecuencia los genios masculinos; las mismas privilegiadas encontraban a su alrededor obstáculos que les cerraban el paso a las grandes cimas (1949: 37).
Sin embargo, las diferencias que existen de su realidad material a la nuestra sitúan las vivencias individuales de la opresión y cambian sustancialmente las posibilidades reales de enfrentamiento y superación o no de estas condiciones sociales de exclusión. Además, la lucha librada por el feminismo burgués es una igualdad para equipararse al hombre dominante: ser una mujer explotadora, imperial, opresora, etc., en otras palabras, tener el mismo poder que el varón hegemónico. En nada tiene que ver esa lucha con los intereses de la mujer trabajadora.
Romper con los paradigmas que el patriarcado nos ha impuesto no es una tarea fácil, sin embargo, vemos cómo a lo largo de la historia hemos sabido cortar tales obstáculos: Hanna Arent, Clara Zetkin, Cristina Peri Rosi, Rosa Luxemburgo, Alejandra Pizarnik, Silvia Rivera Cusicanqui, María Calcaño, Dolores Ibarruri, Ana María Matute, Judith Butler, por nombrar solo algunas mujeres, se hicieron sentir y escuchar. Estas mujeres escribieron desde diferentes espacios asociados a los hombres (científico, político, económico, literario, etc.) y desarrollaron una voz propia, legítima y potente. Ese es el camino que nos toca como mujeres que deseamos escribir. Debemos utilizar el espacio que nos ofrece la escritura como un ámbito político y revolucionario, como un arma de lucha que dé cuenta de nuestras exigencias como mujeres y como parte de la sociedad. Debemos usar la escritura como una forma de transformación de los cánones establecidos, convertirnos en transgresoras y enrumbarnos a la tarea de escribir:
La escritura es la máquina que transforma la historia de la Humanidad y la historia de cada humano, también la historia de la mujer, es necesario para que ello ocurra que la mujer se entregue a la escritura de otros y escribir, y escribir será para ella la única vía de transformación, como lo es para cualquier transformación, se trate de la cuestión que se trate (Diez, 2011).
Referencias
Beauvoir, Simone de (1949). El segundo sexo. Ediciones Siglo Veinte: Buenos Aires.
Bourdieu, Pierre (2013). La dominación masculina. Editorial Anagrama: Madrid.
Carosio, Alba (2009). “El saber desde las mujeres. Los estudios de género y de las mujeres en Venezuela. S/e, s/l.
D’Atri, Andrea (2004). Pan y rosas. Ediciones Las armas de la crítica: Buenos Aires.
Diez, Amelia (2011). “La escritura como posibilidad de Revolución femenina”. En Extensión. Revista de psicoanálisis, n.° 125, Cali.
Sherry, Ortner (1979). “¿Es la mujer con respecto al hombre lo que la naturaleza con respecto a la cultura?”. En: Harris, Olivia y Kate Young (compiladoras).Antropología y feminismo. Editorial Anagrama: Barcelona, pp. 109-131.