José Quintero Weir
Mi madre fue una máquina. No tengo herencia.
Si, mi madre, y la tuya y la de todos estos diez mil seres que se amontonan en esta iluminada, infinitamente diurna caseta, fue un amasijo de hierros y cables eléctricos, una inmensa gallina metálica, una insensible incubadora. No tengo padre, ni madre, ni historia, ni pasado. Sólo este día interminable, artificial. Estos soles de bombillas eclipsando la luz del mundo, apagando la oscuridad de las cosas, que me obligan, me someten a un perpetuo presente, que no me dan otra alternativa que comer, comer, comer, y tomar el agua que gotea en esos rojos bebederos en línea, casi como cuentas de campanario.
Busco y rebusco en mis adentros, en los más ocultos rincones de mis vísceras, mi corazón, mi molleja, y nada. No hay señas de identidad. No puede haberla. Apenas el ápice de un recuerdo, un vago calor ficticio. Descubro que ese calor no es más que pura figuración materna, sueño mío, esperanza y desesperanza mía. Como, como, como. No hay más salida. Afuera, sé que hay un mundo oculto. Detrás de esas cortinas de fique sé, hay maravillas. Las escucho. Presiento al mundo en el sonido del viento que traspasa el fique, la claridad que desvanece las bombillas, los lejanos ruidos de un monte que se intuye.
Intuyo el mecer de los árboles en la brisa, el canto de los pájaros, de los gallos caseros. Canto. Instintivamente canto. Imito a los marotes en sus patios. Emulo sus cantos y preciso, que un pollo de granja no puede aspirar a más que cumplir su sentencia: vivir en un efímero, fugaz, volátil presente creado a fuerza de bombillas, de soles de neón, de tecnológicos sortilegios.
No hay pasado. No tengo pasado, mucho menos futuro. Soy, terrible descubrimiento: pollo de granja, de consumo, de probeta. Anónimo semen repartido entre infinitas reproductoras; que surge de una descomunal cava sin matriz, capaz de echar al mundo diez mil críos en un solo parto; sin dolor, sin queos ni cloqueos, sin el mínimo riesgo de un prolapso. Reconozco: soy gas, globo, vejiga que inflan y desinflan a voluntad. Sin voluntad ni posesión. Comparto mi metro cuadrado de espacio vital con otros nueve globos desconocidos, que al igual que yo, comen comen comen. Jamás escuchan mis palabras. Se conforman. Aceptan este terrible destino y comen como comen. Quieren llegar al instante final reventando el buche, el estómago lleno, al menos. Yo, entristezco.
Triste. A un pollo de granja le está vedada la tristeza. Dar muestra de tristeza es causal de muerte inmediata, ejecución sin juicio ni apelación. Escondo mi pena y mi tristeza cada vez que entran a la caseta esos aplausos que ordenan el silencio a los diez mil desmadrados que por un instante, paran de comer y de pillar estupideces deshilvanadas y sin sentido. El hombre entonces, fisgonea la totalidad de la caseta. Busca la tristeza en los ojos, los huecos de la nariz. El triste es llevado a la mesa de operaciones. Buscan en sus entrañas la causa de su tristeza. ¿Dónde se esconde la tristeza de un globo-pollo? No en las vísceras. No en el hígado, el corazón. Un pollo-nada es apenas un soplo, un instante. Entonces te rebuscan los intestinos, le dan vueltas a tu molleja para encontrar la tristeza, como si fuera posible la felicidad a un pollo que no es pollo sino, nada de ocho semanas de duración.
El mundo se presiente. Una llovizna moja la tierra y sé, que del otro lado hay otros aromas, diferentes a este del estiércol incesante, que nos apesta aquí, adentro. La presunción me hace separar los olores, los sonidos. La llovizna remueve el olor de los sembradíos. Presiento los melones y las patillas regadas en el huerto. Sé que son miles, y sé que son tantas, porque su aroma cubre al de la tierra regada por la llovizna. Penetra por el estambre. El fique no lo detiene. Viene hasta mí, trayéndome la posibilidad del mundo: Unos pájaros picotean frutas. Unas garzas le hacen cola a un tractor que va sacando lombrices con las hojillas del arado. El olor de la tierra hace presentir los cielos grises-pálidos por lo de la llovizna. Lluvia: Agua del mundo que alegra al mundo. Pienso en la lluvia y me da sed. Tomo agua. Amarga.
Aquí dentro todo es amargo: el olor, el agua. Hoy el agua tiene amargura de amonio cuaternario. Hoy el hombre que nos silencia nos ha tomado por el cuello y nos ha goteado los ojos. Hoy el agua tiene el anti-stres, las terramicinas, los antibióticos, las vitaminas, los promotores, los preventivos, amargos, siempre amargos. Hoy y siempre hoy, estamos esperando conocer el sin sabor del agua, el sin olor, el sin color.
La lluvia cae y presumo que el agua es cristalina. Entonces como comen como, y me olvido del presente perpetuo que habito. No guardo memorias. Hoy fui coito, semen, yemas, huevo, pollo, en un día. En un día crecí. Mi vida se cuenta por semanas-gramos-peso. Nadie lleva registros. Mi vida es la cuenta del consumo. Litros de agua sobre raciones de alimento, son las coordenadas de mi existencia. Trago, como comen, y rebusco detrás de los soles de bombillas, la verdadera claridad del día.
Nada extraordinario puede esperarse. Sencillamente, nadie aquí espera nada. En un siempre presente, todo suceso es olvidado de inmediato. Volátil, etéreo. Aparte del pilleo infinito e intrascendente de los animales. Aparte de la esporádica visita del veterinario. Aparte de esos soles de neón y del agua siempre amarga. Nada sucede. Nada pasa en este día sin noche. Sólo la figuración hace posible la vida. El mundo, ajeno, siempre del otro lado de la cortina de fique.
Del otro lado habita una familia. Preveo su existencia por l canto de un marote desde el patio. Preveo el paso de los días, sólo por el canto del marote. Él va marcando mis horas, mi tiempo. Imito al marote en su canto y no me escucho. Pura imitación se hace mi canto. Canto de pollo prefabricado, buscado, moldeado a la voluntad antinatural del hombre. El marote canta mis días y saca mis cuentas. Estoy a un paso de la muerte. De un salto he llegado a los umbrales de mi fin. De un salto he alcanzado en el tiempo la vida del marote que ahora canta, y n su canto, me dice que es de noche. Aunque aquí, los soles artificiales siguen alumbrando el día. Siento en el canto del marote el frío d la madrugada. Tiembla su voz en los ramos de los nísperos, donde duerme. Preveo el sonido del viento entre las hojas, la luna como lámpara, alumbrando los melones de la huerta, el campo trillado por la noche. Presiento el vuelo de un mochuelo. Sus ojos en lumbrera cazando los ratones. Intuyo la muerte en el pájaro hueco que ronda la caseta con su voz de misterio y de condena.
Es la madrugada, y el marote indica que mi día sin fin llega a su término. Los desmadrados somos pesados de a diez en fondo. Pasamos a guacales amarillos, abandonando el pequeño mundo de la caseta. Entonces veo la noche. Sé que detrás de la oscuridad los árboles hacen sombras. Imagino al marotee camuflado, espantando el frío con sus plumas. Salimos por fin al mundo y estoy ciego de oscuridad. Los soles de bombillas persisten en mis pupilas dilatadas. Los animales han callado. Por primera vez han alcanzado el sueño. Sé que no debo dormir. La brisa del desplazamiento intenta cerrar mis ojos. Entonces sueño: Veo caminos circundados de montes y de siluetas. Visajes son los montes en la noche.
Intento memorar. Fugaces recuerdos se precisan en mi vida breve. Vida de un día es nuestra vida. Programada, inducida. Veo apenas luces en la profundidad de arriba. Tiemblan las pequeñas luces como el tintineo del agua en un vaso de cristal. Hago esfuerzos sobrehumanos para persistir en su encanto. El camión viaja a una velocidad que corta mis visiones. Quiero detenerme en cada una de esas luces. Ellas van formando figuras en el firmamento negro.
Los demás duermen. Una trivial conversación en voz baja se logra escuchar en medio del silencio. Algunos animales hablan despreocupados en los últimos guacales de abajo. Hasta mí llegan sus susurros. Hablan intrascendencias, como si no fueran a morir nunca, como si fueran eternos. Como si al llegar a nuestro destino no fueran a cumplir con su destino: Ser pollos de consumo, servir de inexorable alimento, pasapalo, pasapea, sopa, condimento. Pierden el tiempo cuando ya no tienen tiempo. Los demás duermen. Entregados a sus designios, se dejan abrazar por el sueño para no ver, para no percatarse, para dejarse abrasar en las hirvientes aguas del matadero.
Veo entonces las luces en el cielo. No quiero perder ni un solo pedazo de mi última trayectoria. Mis ojos aprehenden cada rincón de las cumbreras. En mis plumas registro y condenso la mínima brisa, el último viento de la noche. Nos acercamos a un lugar donde las luces de los cielos han caído. Fugaz desilusión: son nuevas tenues luces de neón. Luceros artificiales. Hemos llegado.
Ladridos de perros y lejanos cantos de gallos se esconden en la ciudad. El camión se desplaza entre el silencio de las calles. No hay dolor, ni tristeza en la ciudad. Nadie sabe. Por conocido, se desconoce el holocausto: Diez mil se acercan a la muerte. Diez mil condenados mueren diariamente mientras la ciudad duerme.
De nuevo escucho los perros en presumibles patios. El camión se ha detenido. Miro por última vez las sombras de la madrugada. Retengo en las retinas los destellos, siempre artificiales de los luceros de las calles. Pacientemente, espero mi primer y último sueño; mientras, cantan los gallos al amanecer.
1 Mientras Cantan los Gallos. Perteneciente a la colección de cuentos del libro: “Gallos”. Publicado en su primera edición por Ediciones Astro Data S.A. Maracaibo-1996.