yo voy a luchar, aunque tenga que dar mi vida por estas tierras
Alexander Fernández. Yukpa asesinado en la sierra de Perija, Zulia, Venezuela

No existe ningún grupo humano en el mundo que haya sufrido mayor nivel de exterminio, mayor despojo de sus tierras y bienes, mayor aplastamiento de su cultura, mayor exclusión social, política, económica, mayor discriminación de su persona, y que esto haya sido sostenido durante tantos siglos, como los indígenas americanos.

Si la historia puede hablar de un genocidio, ese genocidio sería el que los españoles, y nosotros, sus descendientes, hemos cometido contra los indios de América desde la llegada de Colon, en 1492, hasta nuestros días, ya bien entrado el siglo XXI. Ya son más de 5 siglos, 520 años este año, el próximo 12 de octubre. Somos herederos de ese terror y parece que estamos condenados a seguir ejerciéndolo a lo largo de los siglos, hasta el exterminio total.
Pero no solo es cierto que la deuda histórica, política, social, económica, cultural y moral son insalvables. No solo es cierto que aniquilamos etnias enteras, que acabamos para siempre con la mayoría de sus lenguas, de sus religiones, con su conocimiento, con sus formas de gobierno. No solo es imposible ya, a estas alturas, devolverle al indio todo lo que le sustrajimos, todo lo que tenía de suyo y que ahora está, ensangrentado, como cuerpo del delito, en nuestras manos.

La cuestión sigue siendo que, tras 5 siglos de ejercicio de apartheid, no tenemos otra forma de relacionarnos con ese otro, el más íntimo e inmediato otro que tenemos, ese otro que es, en el fondo y aunque nuestra rabiosa prepotencia lo niegue, un nos-otros mismos. Esta conducta nuestra sostenida contra el siempre minorizado “hermano” indígena, esta concienzuda política de exclusión y pillaje, esta estratégica expropiación masiva, este sistemático asesinato, no parece estar dirigido más que a la total desaparición de ese otro del que nos avergonzamos, ese otro que nos hace sentir vergüenza ante nuestros iguales blancos de Europa o los Estado Unidos o el mundo.

Sus territorios son ahora nuestros territorios, de ahí la imposibilidad de su devolución. Su tierra y las riquezas que hay en ella, dentro de ella, las consideramos naturalmente nuestras, sin consideraciones de ningún tipo para con el indio, que parece no sólo un extraño en su tierra —en su casa— sino un estorbo, un ser inferior al que miramos desde nuestra asqueada altura; un otro inmanejable y por lo mismoexterminable.
Su existencia no se cuestiona, ninguna cuestión de fondo la sustenta. Por lo mismo que la existencia tiene para nosotros el valor de la posesión, de la propiedad privada y del Estado y como el Estado somos nosotros, y las tierras son nuestras, tomando casi absoluta posesión de todo como lo hemos hecho; entonces el otro, el indio que no tiene nada, no existe. Y es natural, por tanto, que desaparezca, por una u otra vía, y cada vez que así sea necesario o cada vez que le sea necesario ‘a nuestros intereses’.

Natural, digo, porque toda esta cuestión del indio está naturalizada en nuestra cultura. Natural, porque así como puede, según nuestros intereses, desaparecer un bosque porque es necesario para nuestro aposento o para nuestra maquinaria destructiva, nuestra maquinaria de guerra-contra-todo, así como es perfectamente natural que nuestros deshechos vayan a parar a nuestros ríos y lagos, al mar; esa misma naturalidad es la que justifica la desaparición del indio. Porque el indio es visto como parte del paisaje, porque el indio es parte de ese paisaje que depredamos sin más.
Y por eso mismo, la convivencia no está en modo alguna vista como una alternativa. Nosotros no convivimos con el paisaje; lo saqueamos, lo explotamos. La connacionalidad no existe, porque nuestra nación es blanca, o criolla si se prefiere pero blanca porque el criollo niega cualquier vínculo con la indianidad o la negritud, el tercero en discordia.

Para que la convivencia y la connacionalidad fueran posibles, debería haber un reconocimiento de que no hay otro, de que ese otro imaginario no existe; de que no existe ningún otro si no un nosotros más o menos heterogéneo, diverso; pero también entremezclado, híbrido. Y como no es así, como no está dentro de nuestra capacidad racional occidental reconocernos igual al otro de nuestro desprecio, la devolución cabal y justa de sus territorios es impensable, la convivencia imposible, la connacionalidad menesterosa. Si necesitamos la tierra donde está el indio, a donde ha sido confinado por nuestra política de expropiación y, como dije, de apartheid, entonces vamos allá y lo obligamos a irse y si no se va, porque ya verdaderamente no tiene a donde ir el indio en su tierra, entonces lo matamos sin más y mostramos al mundo su cabeza como trofeo.

Y esto es así hoy en México, en Colombia, en Venezuela, en Bolivia. Esto es así más allá de los gobiernos progresistas, de izquierdas, revolucionarios. Esto es así más allá de los logros políticos, jurídicos, constitucionales. Esto es así, porque, en la praxis expropiadora, aniquiladora y excluyente; no hay leyes ni constituciones ni logros políticos que valgan. Porque el Estado oprime, incluso cuando pretende salvar. Porque las prácticas latifundistas, públicas y privadas, escapan al largo brazo del Estado, que siempre tiene más a mano al indio, para señalarlo, inculparlo, encarcelarlo, para exterminarlo, incluso ahí donde dice protegerlo. Porque la base de nuestra “civilización”, su fundamento último, es contra el indio.

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